lunes, 10 de marzo de 2014

La buena soledad






















Robin Williams





Este actor, Robin Williams, siempre ha estado entre mis preferidos. Me viene ahora a la memoria la genial película de Romanek Retratos de una obsesión, donde está magistral. Siempre me ha llamado la atención cómo cuida la manera de caminar y de moverse, adecuándola al personaje que interpreta. Y es que la psique de una persona, la parte más profunda, modula no solo el lenguaje (por eso existe el psicoanálisis), sino también los gestos y las maneras en las que se mueve cada uno. Esto se relaciona con el Principio de la experiencia postulado por la Psicología de la Gestalt a partir de otro principio biológico, donde se establece que hasta el sistema nervioso, desde el punto de vista filogenético, se ha formado condicionado por el mundo exterior; pero si tomamos un individuo concreto en un tiempo concreto (el actual, por ejemplo), lo sorprendente es que será su mundo interior el que condicione y module los movimientos que le son propios o más característicos.

Robert Williams lo sabe y trabaja los personajes en este sentido. Por eso, siempre que tengo oportunidad leo las entrevistas que concede; es ese tipo de personas que apetece escuchar, a las que yo describo con la frase: "es que no dice ninguna tontería".

Pues bien, en una de esas entrevistas, Williams afirma: "Solía pensar que la peor cosa en la vida era terminar solo. No lo es. Lo peor de la vida es terminar junto a alguien que te hace sentir solo". Y claro, no me queda otro remedio que identificarme con él cuando le escucho decir estas cosas. Y es que a lo largo de la vida siempre he tenido en cuenta este principio, no tanto pensando en el final (trato de no anticipar nada), sino preguntándome en el instante más presente ¿cómo me siento?, y si la respuesta es: solo, entonces no me cabe la menor duda de que no tiene sentido permanecer junto a la persona con la que comparto ese presente. Y este razonamiento ha sido tan poderoso en mí, que ha sido la razón por la que puse fin a varias relaciones personales, y también el que rige mi elección de amistades aunque no sean íntimas.

Para explicar esto con precisión es necesario concretar qué queremos decir cuando decimos solo. Porque no estaría bien que se entendiera que no me gusta la soledad o que no participo todo lo que puedo de ella. Por el contrario, no solo me apetece sino que me realizo plenamente en soledad. Pero si comparto la vida, o un momento cualquiera de mi vida, con alguien, es a condición de que su presencia a mi lado me resulte enriquecedora. Cuando no es así, me siento solo, pero mucho peor que en soledad. Y es que la soledad que se siente al lado de alguien nunca es una soledad plena, es más bien un estado perturbador que se parece más al aburrimiento que a la soledad; es, en tal caso, una soledad pobre, que resta, que embota los sentidos y anula todo pensamiento positivo. Una soledad que va empobreciendo el espíritu como una muerte lenta, hasta que finalmente te mata. Y es cuando, al reconocerme muerto, decido sin dudas acabar la relación con esa persona. Así lo hice en más de una ocasión (tampoco en tantas, no se vayan a creer). Y es que soy de los que ha tenido la fortuna de darse cuenta pronto de que la vida no es infinita, porque aunque en realidad dura para siempre, también siempre termina; y la verdad es que es tan corta, que no está para perder ni uno solo de sus momentos. Aprendí pronto, o es que he tenido cierta facilidad, a vivir con intensidad la existencia propia; me encontré entonces con la esencia del tiempo y de lo que ocurre en ese tiempo; y a partir de ahí comenzó mi crecimiento personal, que no he estado ni estoy dispuesto a detener por nada ni por nadie.

Las personas que me hacen sentirme solo, o bien son personas tóxicas, o bien son vampiros psicológicos; ambos tipos, cada uno a su manera, manipulan y consumen la energía vital de quien les acompaña. También hay personas de otra clase, que sin ser propiamente tóxicas o propiamente vampíricas, resultan tan pobres espiritual e intelectualmente que aunque parezcan no hacer daño sí lo hacen, y de una manera tan soterrada y silenciosa que son de lo más peligroso (a las otras se las ve venir); yo las llamo “personas fantasma”, y es que aunque las tengas delante puedes ver lo que queda tras ellas de lo vacías y viciadas que están; detienen el avance personal, sea este del tipo que sea; su conversación como su persona es hueca y resulta cansina, vamos, que sus palabras siempre me saben a poco. Son peligrosas porque lo único que provocan en los demás es perder el tiempo. Y aunque yo no crea que el tiempo se pueda perder, sí creo que hay que atender con esmero en qué se ocupa o a qué se dedica, porque como decía, es limitado y hay una gran diferencia en gastarlo de una u otra manera.

Y luego está la auténtica soledad. Ese estado en el que se consolida la autodependencia, imprescindible para que el ser humano se convierta en persona. Porque, en contra de la opinión general, no todo ser humano es propiamente persona. Todos nacemos seres humanos, y como pertenecientes a una misma especie, con infinidad de similitudes; en ese momento además ya traemos con nosotros un código cargado de información relevante, tanto, que de ese código genético dependerá nuestro temperamento, nuestra forma y la forma de cada una de las células de los tejidos biológicos que nos conforman; y así, seremos altos o bajos, rubios o morenos y hasta inquietos o tranquilos, curiosos o descuidados; amaremos o rechazaremos el deporte (ya se ha identificado el gen que está unido a los deportes de riesgo, por ejemplo). Y seremos creativos, ayudadores, generosos, altruistas o lo contrario dependiendo, parece ser que exclusivamente, de nuestro código congénito. A una edad temprana (incluso antes de los tres años), el ser humano comienza su individualización; los estímulos que recibe del medio que le rodea le proporcionan las primeras experiencias, y la manera en que responde a esos estímulos es lo que configura al individuo que va a ser. Yo conozco a muchos seres humanos; también a muchos individuos; pero no sería cierto si dijera que conozco a muchas personas. Y es que la individualidad, lo que nos hace diferentes y únicos, no es lo mismo que la persona. Para ser persona, el individuo ha de estar dispuesto a pasar por un proceso largo y doloroso (El proceso de convertirse en persona, Carl Rogers, 1961). 
En una sociedad ideal, más humanista, quizá este proceso no sería necesariamente tan doloroso. Pero tal y como están las cosas, este proceso implica muchas renuncias, ciertas adquisiciones y mucho trabajo. Y es que, aunque es imposible ser independiente (el ser humano, como todo organismo vivo, necesita que se den condiciones medioambientales concretas y el fácil acceso a determinados elementos; y estas necesidades son irrenunciables para la vida, hasta el punto de que la vida "depende" de que esas necesidades se satisfagan o no, por lo que ningún organismo vivo es independiente), sí podemos ser autodependientes. Es decir: soy y me sé dependiente, pero a cargo de esa dependencia estoy yo. Y claro, esto no solo no se consigue de la noche a la mañana (proceso largo y trabajoso), ni sin las ayudas que aportan la información, el conocimiento y la cultura (adquisiciones), sino que además el medio en el que nos desarrollamos es en la mayoría de las ocasiones hostil al proceso mismo (lo que conlleva renuncias y dolor). Acaso por todo esto es por lo que me he encontrado con tan pocas personas a lo largo de la vida.

Y es que quienes somos personas no solemos ser bien queridos de forma generalizada; por supuesto que somos queridos, y muy bien queridos, pero solo por algunas personas. El resto de individuos no nos soportan, y es que cuando el ser humano se convierte en persona deja de ser manipulable, y esto jode mucho. También ocurre que ciertos individuos se atreven a asegurar que se llevan bien contigo, y que hasta te quieren, porque creen que piensan de algunas cosas lo mismo que tú; son los que te dan la razón casi continuamente (con la coletilla: “pienso exactamente lo mismo”). Y si hay algo que aborrezco en las relaciones interpersonales es que me den la razón por razones diferentes a las mías.


Así que, en el camino de la vida, he dedicado tiempo a encontrarme bien en soledad; por algo así como para impedir el desgaste que supone enfrentarse continuamente a los intentos de manipulación de los demás. Cuando se afianzan en uno las condiciones que le hacen persona, ya puede salir al mundo sin angustia, sin ansiedad, sin violencia, sin prisa, porque no existen competitividad, hipocresía, ignorancia, envidia, manipulación ni dependencia emocional alguna. Y cuando se sale así, convertido en persona (en la mejor persona posible), apetece volver de cuando en cuando a la buena soledad que tanto nos ha dado y sigue dándonos. Y, por supuesto, apetece también la compañía de las buenas personas, las que nunca te hacen sentir solo, sino que afianzan y comparten de la misma o muy parecida manera que tú las sensaciones y emociones del momento.